Testimonio de la (ex)hija de un genocida
La Garganta Poderosa
Crear una vida propia, a
las sombras de mi progenitor, uno de los genocidas más siniestros de
nuestra historia, fue muy difícil. Siempre rodeados de armas,
acompañados de custodia policial y metidos en una burbuja. Mi vieja
hacía lo que podía, amenazada recurrentemente por él: “Si te vas, te
pego un tiro a vos y a los chicos”. De hecho, mi recuerdo más crudo de
la infancia da cuenta del sufrimiento permanente: cada vez que él volvía
de la Jefatura de Policía de La Plata, nos encerrábamos a rezar en el
armario con mi hermano Juan, para pedir que se muriera en el viaje.
Sí, eso sentíamos, todos los días de nuestras vidas.
Crecí
entre situaciones traumáticas, en plena soledad, porque vivir con
Etchecolatz significaba no tener paz, hacer lo que decía y acostumbrarse
al miedo de abrir la boca, porque podría venirse la respuesta más
terrible. Aun así, desde chiquita fui bastante rebelde, tanto que mi
familia me apodó “estrellita roja”. Lo desobedecía, sí, tanto como era
posible. Y a ese ritmo, se repetían sus golpes. Era cruel, castigaba muy
fuerte y después se preocupaba: "Mirá lo que me hacés hacerte", decía.
Cuando oía sus pasos, sentía el perfume del terror. Y sí, haber
convivido con un genocida me permitió conocer su esencia, su faz más
verdadera.
Siempre fue narcisista, una persona sin bondad,
impenetrable, que nunca dio lugar para que sus hijos pudieran preguntar.
Nunca nos explicó nada. Hay asesinos que le han contado algo a su
círculo íntimo, pero Etchecolatz no. Y es un contrapunto interesante: no
habló con su familia ni frente a la Justicia, sosteniendo un doble
silencio. O sea, corporizó lo más terrible en todo momento, sin
importarle jamás el otro y convirtiéndose en el símbolo más cruento del
aparato represivo.
Cuando el Juzgado de Familia autorizó a
deshacerme del apellido teñido de sangre, en 2016, para suplantarlo por
el de mi abuelo materno, creí que había terminado una etapa. Sin
embargo, la intención de beneficiar a los genocidas con el 2x1 me
angustió y me impulsó a marchar por primera vez. Sentí que la Justicia
había dejado de ser justa en materia de crímenes de lesa humanidad y
empezaba a desampararnos. Pero incluso podía ser peor… Días atrás,
mientras visitaba a mi familia me enteré que ahora tendrá el privilegio
de irse a su casa. “Es imposible que le den la domiciliaria”, me
aseguraba mi mamá, para tranquilizarme. Hasta que nos llamaron para
avisarnos. Todo se convirtió en silencio. No pude pensar, ni hablar más.
Así estuve la noche entera, tratando de salir de la oscuridad.
Ante
semejante noticia, no puedo imaginarme lo que sentirán quienes lo
sufrieron y menos todavía quienes deberán convivir con él, en el mismo
barrio marplatense. Sólo dos tipos de personas conocen verdaderamente a
un sujeto como él: sus víctimas y sus hijos. Por eso, a mí que no me lo
vengan a contar. Nadie puede venderme el discurso de la reconciliación,
ni el cuento del viejito enfermo que merece irse a su casa. Quienes
conocemos su mirada, sabemos de qué se trata. Hay centenares de
genocidas con prisión domiciliaria, pero él nos hierve la sangre porque
representa lo peor de esa época, tras haber sido la cabeza de 21 centros
clandestinos y no haberse arrepentido ni un centímetro de sus acciones,
fiel e incondicional a las mentes que planificaron ideológicamente la
masacre.
Justo y reparador sería que Miguel Osvaldo Etchecolatz
estuviera para siempre en una cárcel común, hasta el final de sus días.
Pues las marcas en el cuerpo, las marcas en la memoria, las marcas del
espanto, las marcas del no saber, no se borran nunca, pero nunca más...
Como sociedad, debemos luchar para que vuelvan atrás con esta decisión
inadmisible y, aún en el sufrimiento, celebro que sigamos saliendo a la
calle, aunque nos lo quieran prohibir. A mis 47 años, jamás creí que
sufriríamos tal retroceso en Derechos Humanos, pero la fortaleza popular
es enorme y debe seguir creciendo hasta meter a cada una de las bestias
tras las rejas.
No se tranza con el dolor, ni se silencia el horror.
No pudieron vernos retroceder. Y tampoco van a poder.
Mariana Dopazo, ex hija de Miguel Etchecolatz.
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