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domingo, 21 de enero de 2018

2018, ¿del Estado de Derecho liberal al Estado de excepción permanente? (II)

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En el artículo anterior vimos que bajo la presidencia de Donald Trump el imperialismo del capitalismo globalizador neoliberal, esa versión “high tech” del imperialismo liberal del siglo 19, se asume en su Estrategia de Seguridad Nacional (ESN) como el indiscutible poder supremo a nivel global, lo que de facto implica -en el centro y la periferia imperial- el fin de la “Democracia liberal” y del Estado de derecho liberal que conocimos o imaginamos dentro de ese “sistema mundo”.

Nos encontramos pues ante un imperialismo increíblemente poderoso y destructor pero en decadencia económica y política, con una sociedad profundamente fracturada y que para sobrevivir decidió eliminar el freno y la “marcha atrás” (un sistema político despojado de retroalimentación para autocorregirse, así como de toda responsabilidad, según el investigador estadounidense Charles Hugh Smith), que ha decidido actuar con toda la impunidad y fuerza del imperio cuando se trata de imponer sus políticas a esa periferia cuidadosamente mantenida en el subdesarrollo, a esos “países de mierda” como el propio Trump (para “poner las cosas en su lugar”, como gusta decir la Embajadora de Estados Unidos ante la ONU) calificó a Haití, a El Salvador y en definitiva a todas las naciones de África y de NuestrAmérica.

Es por eso que esta segunda parte ha sido una lenta reflexión que hay que someter a juicio, ya que se trata por un lado de buscar una explicación de los porqué de esta demolición del Estado de derecho liberal en el cual hemos vivido y luchado, que tanto ha servido al desarrollo del capitalismo, de las sociedades centrales y su “civilización industrial”, y que ha dejado cierta nostalgia “por los viejos tiempos en que el capitalismo funcionaba bien”. Y para ello hay que clarificar la naturaleza de la “doctrina liberal”, tan maleable que en la práctica siempre sirvió para darle al capitalismo los justificativos destinados a continuar la explotación e impedir que los pueblos llegasen al poder para instaurar una verdadera y popular democracia.

Por eso me parece necesario recordar lo que Carlos Marx escribió en “El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte”: “los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado. La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos. Y cuando éstos aparentan dedicarse precisamente a transformarse y a transformar las cosas, a crear algo nunca visto, en estas épocas de crisis revolucionaria es precisamente cuando conjuran temerosos en su auxilio los espíritus del pasado, toman prestados sus nombres, sus consignas de guerra, su ropaje, para, con este disfraz de vejez venerable y este lenguaje prestado, representar la nueva escena de la historia universal (…) La revolución social del siglo XIX no puede sacar su poesía del pasado, sino solamente del porvenir. No puede comenzar su propia tarea antes de despojarse de toda veneración supersticiosa por el pasado. Las anteriores revoluciones necesitaban remontarse a los recuerdos de la historia universal para aturdirse acerca de su propio contenido. La revolución del siglo XIX debe dejar que los muertos entierren a sus muertos, para cobrar conciencia de su propio contenido”.

¿Liberalismo sin democracia?

En un reciente trabajo el antropólogo Maximillian Forte, profesor de la Universidad Concordia de Montreal, apunta que “la democracia liberal ha sido reducida a un cascarón, a un nombre más que a un hecho que merita el nombre. Desde hace muchos años el liberalismo ha sido autoritarismo liberal o posliberalismo o neoliberalismo, con un elevado desdén elitista hacia la democracia y miedo a las masas por doquier “(1), y en otro artículo señala que “poco puede expresar mejor la muerte del liberalismo que la imagen de los Liberales y demócratas liberales replegándose de la democracia liberal ¿Su preferencia? Un liberalismo sin democracia, como a comienzos del siglo 19 en Gran Bretaña –el mismo que fue rechazado a finales del siglo 19. Al grado que el compromiso con la democracia liberal, el sello del liberalismo moderno, ha dejado de existir. En su ausencia, el realineamiento dominante es hacia una dictadura combinada de corporaciones, monarcas y tecnócratas”.

Lo que señalan Forte y (por suerte) un creciente número de intelectuales no se aleja de la descripción que en 1902 hizo el economista británico John. A. Hobson en su libro “Imperialism: A Study”, al analizar la política, la sociedad y la economía en Inglaterra y los países afectados por el capitalismo rentista y parasitario de la globalización imperialista inglesa en el siglo 19, libro que sirvió a Vladimir Lenin para su importante trabajo “El imperialismo fase superior del capitalismo”, ni tampoco del profundo análisis de Karl Polanyi en su libro “La Gran Transformación”. Los análisis del pasado y del presente son necesarios para exponer la realidad de la democracia liberal y del Estado de derecho liberal en esta globalización neoliberal, en los países del centro y la periferia imperial donde domina este absolutismo o totalitarismo de mercado.

Y como nos recuerda el sociólogo Boaventura dos Santos Sousa para despejarnos de toda duda sobre alternativas, la Unión Europea (UE) es un buen ejemplo para mostrar dónde “el principio de la soberanía dominante surgió () con el modo como Alemania puso sus intereses soberanos (esto es, del Deutsche Bank) por encima de los intereses de los países del sur de Europa y de la UE” (2). En efecto, la conocida “eficiencia” alemana expone de manera cruda el “desencastre” de lo económico respecto de la política y de las sociedades mediante esa institucionalización supranacional que es la UE, a la que José Manuel Barroso, ex jefe de la Comisión Europea, “a veces (le gustaba) comparar () a la organización de un imperio” (3), que por supuesto viene acompañado de su “soberanía dominante” –un Estado de excepción permanente- bajo el cual por el ejercicio del poder duro por encima de toda consideración, por el lenguaje de la “excepción” de Carl Schmitt (4) es posible negar cualquier manifestación de defensa de los derechos colectivos implícitos en el supuestamente vigente Estado de derecho y la democracia liberal, como señala Andrés Gil en el caso de España y Cataluña (5).

¿A quién libera el liberalismo?

Llegados a este punto vale poner en perspectiva las facetas históricas de la doctrina liberal, de la democracia y el Estado de derecho liberal, tarea nada fácil por su consistencia gelatinosa y las formas que adoptó en tanto que doctrina política para conformarse a las transformaciones del capitalismo y de la sociedad. Gerald F. Gaus, profesor de filosofía e investigador del liberalismo, considera que el quid del “debate es sobre el lugar del mercado, la propiedad privada y la democracia en la política liberal”, con los liberales tradicionales bregando por un gobierno limitado para favorecer el mercado, que debe autoregularse, con una fuerte protección de los derechos de propiedad privada, de las inversiones, de los intercambios y la herencia, y que para controlar el gobierno “aprueban la limitación de la democracia” (6).

En otro trabajo Gaus apunta que hay que distinguir dos aspectos en la teoría liberal: 1) el liberalismo como doctrina política que puede acomodar diversos y conflictivos valores o preferencias, y 2) el liberalismo como una teoría incompatible con compromisos teóricos. Es una virtud del liberalismo el poder acomodarse a esas contradicciones de valores; algunos buscando la individualidad mientras otros luchan por la comunidad… El liberalismo, lo vemos, parece estar rasgado por la polaridad de estas oposiciones, y seguidamente destaca que el desarrollo de la teoría política liberal en el siglo 20 la ha llevado a que “todo liberalismo sea liberalismo de mercado”.

En “La Gran Transformación” Polanyi describe “la separación entre el gobierno y los negocios”, o sea el combate contra el absolutismo de las monarquías que en Inglaterra remonta a 1694 y se concreta cuando el capital comercial gana su porfía contra la corona. Un siglo más tarde, agrega Polanyi, no era la propiedad comercial sino la industrial que tenía que ser protegida y no contra la corona, sino contra el pueblo. Solo la incomprensión de los significados del siglo 17 podía llevar a aplicarlos a las circunstancias del siglo 19. La separación de poderes, que mientras tanto Montesquieu (1748) había inventado, se utilizaba ahora para apartar al pueblo del poder con respecto a su propia vida económica, y citando al liberal estadounidense Arthur Twining Hadley, Polanyi puntualiza que la Constitución de Estados Unidos, fraguada en un ambiente de granjeros y artesanos por un liderazgo prevenido por la situación industrial en Inglaterra, aisló por completo la esfera económica de la jurisdicción de la Constitución, colocó a la propiedad privada bajo la más alta protección concebible y creó la única sociedad de mercado del mundo amparada legalmente. A pesar del sufragio universal, los votantes estadounidenses quedaron impotentes frente a los poseedores (…) Tanto dentro como fuera de Inglaterra (…) no hubo un militante liberal que no expresara su convicción de que la democracia popular constituía un peligro para el capitalismo” (7).

Es por ello, como escribe el sociólogo Pablo González Casanova, que la palabra “Democracia” dentro del capitalismo se vació de su contenido real y fue usada como disfraz de repúblicas y monarquías, de oligarquías y burguesías, y de regímenes y clases dominantes que para nada hacían efectiva la soberanía del pueblo, el poder real del pueblo y sólo usaban el término para ocultar su verdadero autoritarismo (8).

Mutaciones “antiliberales” del capital

Empero, durante las graves depresiones económicas de la era industrial causadas por globalizaciones liberales (la Larga depresión de finales del siglo 19 y la Gran depresión de los años 30 del siglo 20) que desencastraron las economías de sociedades organizadas por el modo de producción capitalista, los indispensables trabajadores libraron grandes luchas de clases, crearon sindicatos y partidos políticos que constituyeron la “amenaza” anarquista, socialista o comunista, y obligaron a que el Estado interviniera para que se efectuasen ciertas reformas. O sea que la correlación de fuerzas sociales en esos históricos momentos de la luchas de clases obligó a que el capitalismo industrial –dotado entonces por conveniencia de un sistema de retroalimentación y de responsabilidad-, adoptara una “mutación” del Estado para proteger los intereses del capital industrial y de amplios sectores sociales, respondiendo a esa “sociedad sólida” (Zygmut Bauman) necesaria a la organización de la cada vez más compleja producción industrial.

El “Estado del bienestar”, esa mutación de un Estado liberal hacia un Estado corporativo, “antiliberal”, proteccionista, regulador, planificador en aspectos económicos y sociales, estuvo destinada a salvar el capitalismo industrial de las garras de una financiarización destructora en un contexto monetario inestable, e impedir que la perjudicada sociedad pusiera en tela de juicio la propiedad privada de los medios de producción. Para comprender esa coyuntura en EEUU en 1933 nada mejor que leer la advertencia de un lúcido capitalista, del banquero Marrimer Eccles, ante el Congreso de EEUU (9), algo simplemente inimaginable hoy día.

Asimismo, ese “antiliberal” Estado del bienestar -que aún suscita nostalgias y sirve para despistar luchas políticas en muchos países-, fue la tabla de salvación del capital para sobrevivir y llevar a término la fase monopolista de la era industrial, de sus fábricas con cientos o miles de trabajadores, con un modo de producción dependiente de millones de trabajadores y por ello obligado al “matrimonio de razón” (Bauman) del Capital con el Trabajo, que en EEUU y Europa duró las tres décadas que fueron necesarias para el desarrollo de las fuerzas productivas aplicando las ciencias y tecnologías de la automatización, la informática y del transporte de mercaderías que permitieron llegar a la soñada oportunidad del capitalismo desarrollado, de comenzar a “liberarse” del grueso de la fuerza de trabajo humana (organizada en sindicatos, con protección laboral, salarios dignos y derechos sociales colectivos), para poner los poderes del Estado a la disposición de las transnacionales y las finanzas, interesadas en borrar las fronteras (poner fin a las soberanías nacionales), en eliminar las regulaciones y las cargas fiscales de los capitalistas y los derechos colectivos que hacían posible las luchas políticas por reformas sociales y para desarticular activamente las sociedades con la “flexibilización” laboral, con el objetivo estratégico de limitar el alcance de la soberanía popular, de los aparatos legislativos, al respeto de los Tratados y convenios diseñados para hacer posible la globalización neoliberal que nació con la creación de empresas transnacionales, la financiarización y la consecuente deslocalización de la producción industrial.

En consecuencia y dependiendo de las etapas en el desarrollo del capitalismo industrial, como vimos anteriormente, se alternaron fases liberales con las “antiliberales” o corporativas. Lo más reciente en la historia del capital es esta “liberación” del trabajo asalariado para pagar salarios bajísimos, las posibilidades de dominar otros mercados, de reducir drásticamente los costos de almacenamiento y acelerar los tiempos de la circulación del capital con la combinación de automatización, deslocalización, entregas justo-a-tiempo y comercio electrónico, entre otros factores. Si a lo anterior unimos el rápido desarrollo de las telecomunicaciones y de la informática, es fácil entender el crecimiento fulgurante y la primacía que alcanzó el sector financiero dentro de la actual globalización neoliberal.

El absolutismo a la orden del día

Los avances concretados por este capitalismo “realmente existente” explican la prepotencia y arrogante impunidad con que actúa el imperialismo, la “franqueza” de la ESN, de los ‘tweets” y declaraciones de Donald Trump proyectándose como el “dueño del mundo”. Y en efecto, si lo pensamos bien, este capitalismo ha logrado crear y poner a su servicio los tres poderes reservados a los dioses (y a los monarcas absolutos que se reclamaban representantes del poder divino): la omnipresencia (estar por doquier con el consumo, con sus finanzas y empresas, con sus bases militares, etcétera); la omnisciencia (con sus agencias de espionaje estatales –NSA, CIA, etc.- y privadas –Google, Facebook, entre otras- que nos espían y controlan, que están al tanto de todo lo que pensamos, leemos y escribimos, de nuestras ilusiones y realidades, de nuestras decisiones, y hasta de dónde estamos y en qué gastamos, poder muy rentable porque vende esa preciosa información a los monopolios para someternos aún más); y la omnipotencia (por su enorme y extensa potencia militar, financiera, monetaria, y porque con el “orden mundial” que ha creado con los tratados de libre comercio e instituciones que rigen el comercio, las finanzas y el respeto de la propiedad privada, puede aplicar sus leyes donde domina o influencia, y castigar con sanciones -por no obedecer a esta dominación- donde está ausente).

Este ansiado absolutismo basado en el yugo real y virtual capaz de someter de manera constante a miles de millones de individuos es una amenaza fatal para las sociedades en proceso ya de atomización, pero parece ser la única salida que le queda –aunque lleve al abismo- a este capitalismo “realmente existente”. No es por otra razón que la ESN de EEUU se da como objetivo principal combatir y destruir el “revisionismo” de Rusia y China, dos países que se dan como misión estabilizar y proteger sus sociedades y la convivencia internacional, y que por ello, según el investigador Enrico Cau, están actuando “como una fuerte fuerza estabilizadora regional” y aplicando políticas de manera convergente en un espacio geopolítico que es crucial para los intereses de ambos países y “con significativas consecuencias en regiones lejanas, como el Sur, Este y Sudeste de Asia, y el Centro y Este de Europa, regiones en las cuales EEUU está perdiendo influencia”, y en nuestro hemisferio en países que buscan protegerse de la globalización neoliberal, como Bolivia y Venezuela, entre otros.

Pero los imperios, y ni siquiera éste con sus “poderes divinos”, logran ser inmortales. El profesor de Historia Alfred McCoy nos recuerda que los imperios parecen “indomables” mientras se encuentran en la cima de su poder, pero “por su verdadera naturaleza, porque funcionan muy por encima de sus fronteras naturales, son increíblemente frágiles (y) como muchos ecosistemas frágiles, una vez que hay cambios, el declive se instala. Colapsan con una extraordinaria e infernal velocidad… Una vez que comienza, el desmoronamiento de los imperios se produce muy rápidamente” (11).

En este punto hay un creciente consenso, y el antropólogo Forte señala el rápido declive y aislamiento de EEUU en el mundo, y destaca que el papel que Trump está jugando es el de “hacer menos creíble, sostenible y consistente la previa narrativa dominante de la hegemonía de EEUU, y simultáneamente menos sustentable y más abrasiva la proyección del poder de EEUU”. Y recuerda que en su discurso ante la Asamblea General de la ONU a mediados de septiembre del 2017, Trump puso al desnudo la verdadera faz de las agresiones y del expansionismo estadounidense, al punto que “si Trump hubiese planeado conscientemente repeler los ‘multiplicadores de fuerza’ (los aliados y las ‘cabezas de playa’) del imperialismo, no podría haber hecho mejor labor que la que hizo ese día en la ONU” (12). En realidad muchos observadores ya señalan el fracaso –y generalmente lo contraproducente- de las políticas destinadas a establecer o restablecer el poder de esa “soberanía dominante” mediante amenazas de agresión militar, de sanciones económicas que incluyen la utilización de los mecanismos financieros (FMI) y comerciales (OMC) para aplicar severas restricciones financieras y comerciales (Cuba, Rusia, Irán, Corea del Norte, Siria, Venezuela y China en vista).

¿Qué significa todo esto para NuestrAmérica?

Una cuestión que parece importante es cómo se refleja la actual estrategia del imperialismo en el conjunto de los países de NuestrAmérica, que adquiere nuevamente el papel de estratégico “patio trasero” frente a la pérdida de influencia y poder de EEUU en diversas regiones del mundo.

A diferencia de los países centrales del imperio, donde las sociedades han sido desarticuladas por el desarrollo del “capitalismo realmente existente” que se caracteriza por “la destrucción de la sociedad y la naturaleza”, como señala en su último libro el sociólogo y compañero Andrés Piqueras (13), y que salvo excepciones ofrecen poca o muy focalizada resistencia, en las sociedades de los países latinoamericanos queda todavía mucho “musculo social”, que se manifiesta en una resistencia a veces vigorosa y militante, como lo vemos en Honduras frente al fraude electoral, en Argentina frente a las medidas represivas y los “megadecretos” de Macri, dignos del Estado de excepción, en Brasil con la construcción de un frente popular contra Temer, entre otros ejemplos, y paralelamente vemos la masiva resistencia popular para defender los procesos emancipadores en Venezuela y Bolivia de los ataques del imperio y sus aliados locales.

Y aunque la Democracia y el Estado de derecho liberal conllevan de manera innata el objetivo de impedir que el pueblo llegue al poder y ponga en peligro el “sagrado derecho” de la propiedad privada (porque el Estado de derecho es el Derecho del más fuerte, como decía Marx), no es menos cierto que en el contexto de la larga historia de colonialismo e intervenciones imperialistas que sufrieron la mayoría de países latinoamericanos y caribeños, por necesidad se ha desarrollado un extenso y profundo pensamiento y experiencias de luchas antiimperialistas en cualquier espacio de democracia, y muchas veces en su ausencia, luchas que en el pasado permitieron forjar movimientos de liberación nacional, alianzas políticas y electorales para formar gobiernos populares con genuinas intenciones democráticas o librar grandes luchas políticas y sociales. La historia de las luchas antiimperialistas y por una genuina democracia explica la recurrencia de los golpes de Estado con ayuda de Washington para poner fin a esas experiencias gubernamentales y aplastar las luchas emancipadoras.

Y si hay algo de indomable en nuestra historia, desde las naciones originarias y hasta ahora, eso quizás se debe al record de asaltos a todo intento democrático que ha sufrido nuestra región, y de que en ella se hayan aplicado todas las formas posibles de negación democrática por parte del imperialismo y sus aliados locales, esas oligarquías tradicionales y los empresarios al servicio de las finanzas y las transnacionales, y como vemos desde hace unos años con “ataques desde el interior del Estado liberal” mediante la utilización subversiva del aparato judicial -gracias a la incrustación en las Cortes de una casta de juristas formados y muchas veces comprados- para desestabilizar o derrocar a gobiernos reformistas y populares, o crear Estados de excepción destinados a hacer retornar o proteger el “absolutismo neoliberal”, todo esto con el estratégico concurso de la corrupción y de un periodismo manipulado por los concentrados medios de prensa.

Globalización neoliberal a rajatabla

Para prueba de esos “ataques desde el interior” del Estado de Derecho liberal basta ver el papel reaccionario que en El Salvador juega la Sala Constitucional para paralizar los planes de gobierno del FMLN y provocar las condiciones de una derrota electoral o de inestabilidad para un “cambio de régimen”. Recordemos el papel de la Corte Suprema y del aparato judicial en general en los golpes de Estado suaves, como el efectuado para destituir a Dilma Rousseff e instalar a Michel Temer, y que jugará ahora con la decisión del gobierno de Temer de acelerar el juicio al ex-presidente Lula en segunda instancia, lo que constituye “la quintaescencia del régimen de excepción y del terrorismo jurídico instalado en Brasil”, como señala Jeferson Miola (Nodal).

En Honduras se utiliza la Corte Suprema y el Tribunal Supremo electoral para “legalizar” repetidos fraudes electorales, mientras que en diciembre pasado con la adopción por el Congreso de México de la Ley de seguridad interior (LSI), el Ejecutivo tendrá permanentemente a su disposición la Ley del Estado de excepción, justo en un año electoral que puede cristalizar la fuerte oposición del pueblo a la “dictadura institucional” del PRIAN (14).

En Argentina, como señala el politólogo Edgardo Mocca, el gobierno (de Macri) asume la violencia no como crisis, sino como nueva etapa de su mandato, señalando que en el ejercicio de la violencia estatal y en la circulación pública de la información no rige el estado de derecho; estamos ante un nuevo régimen. Sin embargo lo más característico del macrismo en estos días —los días del sacudón producido por la irrupción de la protesta social en las calles y la tendencia a nuevos reagrupamientos político-parlamentarios— es el modo insólito en que se entrelazaron la publicidad y la violencia. Normalmente la violencia es asumida como un ‘costo político’ a pagar por aplicar un programa de gobierno antipopular. Como tal hay que reducir el daño, tratando de invisibilizar la represión o, en caso de que sea imposible, atribuirla a ‘excesos’ de los agentes estatales involucrados. En la actual situación, por el contrario, la violencia hacia el otro se va convirtiendo en un argumento político. Previamente se procedió, como tantas veces en nuestra historia, a construir un enemigo interno” (15).

El presidente Macri tiene larga experiencia en la utilización del Estado de excepción para defender al Estado liberal de la globalización, porque así gobernó la Ciudad de Buenos Aires, o sea utilizando la violencia estatal que se ejerce tanto mediante la policía y la gendarmería como con los despidos y el número record de decretos de necesidad y urgencia (DNU) para derogar leyes de importancia social y modificar otras fuera del alcance del Congreso, de la discusión legislativa. Y en esto Macri no difiere de la forma cómo el primer ministro español Mariano Rajoy manejó el resultado del referendo en Cataluña, o de la situación en Brasil, con el presidente Temer afirmando en un discurso ante la Confederación de Agricultura y Ganadería que “aprovecho la impopularidad para hacer lo que Brasil necesita”.

Todo lo anterior me llevó a recordar las conversaciones, a finales de los 70, con el filósofo argentino-canadiense Jorge Ruda, quien me introdujo en la lectura de Carl Schmitt desde un punto de vista marxista, y que me recordaba que la “Teología Política” de Schmitt era el recetario totalmente antidemocrático para la toma de todo el poder por el capital, lo que me lleva a la conclusión de que la utilización del Estado de excepción para poner todo el poder en manos del Supremo Capital no es más que la última etapa del capitalismo.

¿Y qué hacer ahora, cuando ya enterraron la Democracia liberal?

En su análisis titulado “La derechización de América Latina: sus oposiciones”, el académico y ex funcionario mexicano Víctor Flores Olea concluye que hay una derechización en curso pero “no sin una fuerte oposición...” (La Jornada 16-01-2018), lo que corresponde a la larga y profunda experiencia de luchar contra el imperialismo y sus agentes que tienen nuestros pueblos.

Pero recordando la advertencia de Marx y el consejo de Pablo González Casanova, es hora de reconocer que no será poniéndose el “manto” de la Democracia liberal, enterrada ya por el imperialismo globalizador, que nuestros pueblos lograrán alcanzar una verdadera Democracia popular. Desde hace mucho sabemos cuál es el resultado en materia de democracia popular con las actuales “reglas de juego” (16).

Es por todo eso que éste periodista que se crió escuchando tangos tiene tan presente, ante los cotidianos “atropellos a la razón” y “despliegues de maldad insolente” que nos muestra la actualidad, la letra del tango Cambalache de Enrique Santos Discépolo (17). Lo de “maldad insolente” es la crueldad calculada, destinada a amedrentar, a humillar y no dejar la menor duda sobre quién manda y puede actuar con total impunidad, como por ejemplo la expulsión de la periodista y compañera Sally Burch de Argentina para impedirle cubrir la reunión de la Organización Mundial de Comercio y –no me caben dudas-, demostrarle a periodistas y observadores extranjeros que el gobierno de Macri hace lo que quiere porque ya se siente cerca del “poder supremo”, y no tiene que rendir cuentas ante nadie, salvo ante Wall Street, el FMI y las transnacionales. Y fue todo eso que me llevó a escribir estos dos largos artículos.

Y por todo lo anterior tampoco estoy sorprendido que el Papa Francisco, que seguramente no pudo escapar de los tangos en su niñez y en su juventud, se haya vuelto tan “discepoliano” cuando pinta la dramática realidad, como en su mensaje de despedida del 2017, que él dijo “se desperdició e hirió en muchas formas con obras de muerte, con mentiras e injusticias, y en el que aún siendo la guerra la señal más obvia del orgullo impenitente y absurdo, muchas otras transgresiones provocaron una degradación humana, social y medioambiental” (18).

Notas

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