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miércoles, 16 de agosto de 2017

Colombia: del desarme a la paz



La Jornada 
Con la entrega de los últimos fusiles que permanecían en poder de las desmovilizadas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), en un acto realizado ayer en la localidad rural de Pondores, departamento de La Guajira (norte del territorio colombiano), el añejo conflicto que enfrentó a esa otrora organización guerrillera con el gobierno de Bogotá y que desangró al país sudamericano durante décadas parece haber quedado superado en definitiva.
En presencia del presidente Juan Manuel Santos y de la dirigencia de los ex guerrilleros, los rifles, que permanecían bajo custodia de una misión de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) fue sellado en un contenedor. Iván Márquez, líder de las FARC, anunció en la ocasión que el próximo primero de septiembre se realizará el congreso fundacional de una nueva organización política de izquierda que posiblemente llevará por nombre Fuerza Alternativa Revolucionaria de Colombia, la cual recuperará no sólo las siglas sino también parte del ideario del disuelto grupo insurgente.
Culmina de esta forma un largo y accidentado proceso de pacificación que se inició hace más de cuatro años y que contó con la mediación de diversos organismos internacionales y gobiernos, particularmente el cubano. En ese lapso fue necesario sortear monumentales obstáculos inherentes a la negociación y, lo más grave, la mala fe con la que estamentos belicistas y ultraderechistas colombianos, encabezados por el ex presidente Álvaro Uribe, intentaron una y otra vez descarrilar el proceso negociador.
La satisfacción por el fin del desarme y la inminente inserción de los antiguos rebeldes en la vida política e institucional de Colombia no debe, sin embargo, soslayar los peligros que aún deben ser superados para consolidar una paz verdadera y plena en la nación sudamericana. Debe tenerse en mente, en primer lugar, que otra organización guerrillera, el Ejército de Liberación Nacional aún se encuentra en negociaciones con el gobierno colombiano para alcanzar un acuerdo de paz por separado.
Por otra parte, las autoridades tendrán que garantizar escrupulosamente la seguridad de los integrantes de las FARC que ahora se integran a la vida civil, y sobre quienes podría pender la amenaza de los ya referidos sectores reaccio
narios y paramilitares. Cabe recordar, a este respecto, que hace unas décadas esas fuerzas, infiltradas en los cuerpos de seguridad del Estado, asesinaron a miles de militantes de la Unión Patriótica (entre ellos, dos candidatos presidenciales, una veintena de legisladores, 70 concejales y 11 alcaldes), un partido político surgido de la desmovilización de diversos frentes y grupos guerrilleros.
Finalmente, si las condiciones sociales que dieron origen y nutrieron durante décadas a la guerrilla –miseria, marginación, explotación inicua, desigualdad extrema– no empiezan a ser superadas mediante un esfuerzo sostenido del Estado, la guerra habrá terminado pero la violencia no necesariamente se extinguirá. Un ejemplo doloroso de esta paradoja puede verse en El Salvador, en donde tras el fin de la guerra civil (1979-1992) tuvo lugar un pavoroso auge delictivo.
Cabe esperar, en suma, que la sociedad colombiana logre superar los riesgos que aún se avizoran y que pueda consolidar una paz con justicia social, desarrollo, democracia verdadera y prosperidad.

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