Sin inmutarse por los
múltiples problemas internos que enfrenta su presidencia, acaso como una
manera perversa de remontarlos, Donald Trump cumplió ayer con una de
las más graves amenazas que formuló como candidato: retirar a Estados
Unidos del Acuerdo de París sobre cambio climático. La decisión puede
explicarse como una puesta al servicio de los intereses corporativos más
devastadores en términos ambientales –especialmente, los de extracción
de combustibles fósiles– pero también como un intento de manipulación
extrema del chovinismo que permea en ciertos sectores de la sociedad
estadunidense, que fueron determinantes para el triunfo electoral del
propio Trump en noviembre pasado, y ante los cuales el mandatario
republicano describe a su país como supeditado a acuerdos
internacionales injustos y perniciosos para su economía.
La medida de la Casa Blanca, sumada a otras que han implicado el
desmantelamiento de la política ambiental seguida por la administración
de Barack Obama, es lisa y llanamente desastrosa para el ambiente global
porque llevará al segundo país más contaminante del mundo, después de
China, a lanzar a la atmósfera una cantidad de gases de efecto
invernadero –3 mil millones de toneladas de dióxido de carbono– que hará
imposible el cumplimiento de las metas trazadas en el Acuerdo de París:
limitar el calentamiento global a menos de 2 grados centígrados para
finales del siglo XXI.
Igualmente grave, la decisión estadunidense podría debilitar el
compromiso de los otros gobiernos con lo acordado en París en 2015, ya
que sienta un insólito precedente de egoísmo y pragmatismo económico de
muy corto plazo en detrimento de una mínima preservación del entorno.
Los alegatos de Trump sobre
las pesadas cargas financieras y económicas impuestas a nuestro paíspor el convenio internacional referido, podrían alentar a otros a incumplir con sus responsabilidades en materia de contención de impactos ambientales porque, al fin de cuentas, el Acuerdo de París carece de mecanismos para obligar a sus firmantes a hacerse cargo de los deberes a los que se comprometieron.
En lo inmediato, la reacción europea, encabezada por los
gobernantes de Alemania, Francia e Italia, ha sido de un contundente
rechazo a la determinación de la Casa Blanca, y organismos como la
Cámara Internacional de Comercio (ICC, por sus siglas en inglés) han
repudiado la decisión de Trump. En territorio estadunidense no tardaron
en producirse manifestaciones ciudadanas de rechazo a la salida del
Acuerdo de París, y previsiblemente las declaraciones de condena
lloverán sobre la Casa Blanca en los próximos días. Sin embargo, es poco
probable que el simple descrédito, interno y externo, sea capaz de
llevar al presidente republicano a dar marcha atrás.
Cabe esperar, en cambio, que fracase la apuesta de Trump de estimular
el chovinismo estadunidense con esta acción y que los consejos de
administración de los principales consorcios del país vecino caigan en
la cuenta de que acelerar el cambio climático no puede ser un buen
negocio ni a largo ni a mediano plazo, y que tal postura es, en cambio,
suicida hasta en la perspectiva de sus intereses cortoplacistas.
En suma, es deseable que esta insólita muestra de torpeza y egoísmo
se sume a los numerosos factores que erosionan la presidencia del
magnate y que acelere el crecimiento del descontento interno hasta el
punto de hacerle imposible la comisión de nuevos y mayores agravios al
mundo.
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