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jueves, 13 de abril de 2017

Cascos azules: abusos e impunidad



La Jornada
La masiva depredación sexual perpetrada durante años en Haití por efectivos de los cascos azules –como se conoce a las fuerzas multinacionales enviadas por la Organización de las Naciones Unidas (ONU) a países en situación de guerra–, ampliamente documentada en un reportaje de la agencia Ap, muestra la otra cara de la moneda de esas misiones militares pretendidamente humanitarias que dejan un gravísimo saldo de depredación social y humana en las poblaciones a las que supuestamente deberían proteger.
Centenares de efectivos de Sri Lanka, Brasil, Uruguay, Jordania, Bangladesh, Nigeria y Pakistán han abusado de niñas y niños menores de edad aprovechándose de su hambre o por medio de la fuerza, y han establecido en sus propias filas redes de explotación sexual. En menos de una década –de 2004 a 2015– se acumularon unas 150 denuncias por esos delitos en contra de soldados, mandos y funcionarios civiles de la ONU destacados en la paupérrima nación caribeña, pero la investigación señala que muchos de los casos no fueron denunciados por miedo. En su abrumadora mayoría, los infractores gozan de completa impunidad.
Con todo, la barbarie de cientos de efectivos de la Misión de Naciones Unidas para la Estabilización de Haití (Minustah) es sólo la punta del iceberg de una situación que se ha repetido en Camboya, Angola, Mozambique, Somalia, Bosnia, Kosovo, Timor, Sierra Leona, Croacia, Ruanda, Liberia, República Democrática del Congo, Sudán, entre otros países, y que no se limita a delitos sexuales, sino que incluye, además, asesinatos, torturas y robos en contra de pobladores locales.
Un dato particularmente exasperante es que esta clase de infracciones por los cuerpos de paz es conocida desde hace cinco lustros. En 1993 la organización African Rights publicó un documento titulado Abuses by the United Nation Forces, en el que se daba cuenta de diversas atrocidades cometidas en varios países de ese continente por soldados belgas, canadienses, noruegos e italianos, y en 2005 The Washington Post publicó un extenso reportaje sobre las kidogo usharatis (pequeñas prostitutas), niñas congolesas que eran sexualmente explotadas por los cascos azules destacados en la localidad de Bunia.
Ante las denuncias, las instancias de poder se lavan las manos: la Secretaría General de la ONU carece de autoridad para procurar justicia en delitos cometidos por cascos azules y los gobiernos que los envían encubren y protegen, por norma, a los delincuentes. En suma, los vacíos de la legalidad internacional se convierten en un caldo de cultivo para la impunidad de los depredadores y en un ámbito de absoluto desamparo para los habitantes que debieran ser protegidos por ellos. Para colmo, estas fuerzas extranjeras suelen ser desplegadas en circunstancias nacionales de ingobernabilidad, vacío de poder y colapso institucional, por lo que el país al que llegan tampoco puede garantizar ninguna forma de prevención y menos de justicia.
Es urgente que los estados miembros de la ONU se planteen como prioridad el establecimiento de un marco legal y de instancias de justicia que prevengan y sancionen prácticas tan indignantes como las referidas. De otra manera, acabarán por desaparecer la credibilidad y la eficacia –de por sí cuestionadas y cuestionables– de los cascos azules.

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