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jueves, 24 de septiembre de 2015

Statu quo, narcotráfico y guerra sucia


Destinos encontrados: Indochina, Colombia y México


La noche del 26 de septiembre de 2014, una nueva atrocidad fue cometida por el Estado mexicano: la represión contra jóvenes estudiantes de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa. De esa acción, resultaron 6 personas asesinadas, 20 heridos y 43 desaparecidos forzados, un hecho que ha provocado la indignación mundial.

La Red de Intelectuales, Artistas y Movimientos Sociales en Defensa de la Humanidad y la editorial Ocean Sur acaban de publicar en Mexico “Ayotzinapa: Un grito desde la humanidad”. Aquí les ofrecemos el texto escrito por Hernando Calvo Ospina, quien nos cuenta cómo en México se reproduce la utilización de paramilitares y narcotraficantes como parte de la guerra sucia estatal, estrategia desarrollada por las fuerzas especiales francesas durante la guerra colonial en Indochina, en Vietnam por las estadounidenses y posteriormente en Colombia.


I

Humillada por la guerrilla, Francia aceptó retirarse de Vietnam en 1954. Pero Estados Unidos no estaba dispuesto a que el «comu­nismo» se apoderara del sudeste asiático. Entonces se aceleró el traspaso de operaciones militares, principalmente las clandestinas.

Esencial fue multiplicar la formación de fuerzas paramilitares tribales en Laos, Birmania y Vietnam. Estas fueron denominadas Unidades de Reconocimiento Provincial (URP). Su especialidad fueron la guerra de guerrillas y la tortura.
Cuando más demostraron la capacidad de destrucción fue durante la Campaña de Pacificación Acelerada, conocida como el Programa Fénix, dirigida por un equipo especial estadouni­dense. Desde 1967 las lanzaron a sembrar el terror entre la pobla­ción civil, con el objetivo se destruir la infraestructura logística y de apoyo rebelde. Los médicos y profesores, principalmente del campo, fueron objetivo codiciado. Fénix duró unos cuatro años y dejó casi 40 000 asesinados, mujeres y niños incluidos.

Como el Congreso en Washington tenía prohibido ese tipo de operaciones «sucias», con el visto bueno de los presidentes Eisen­hower, Kennedy, Johnson y Nixon, los expertos del Pentágono y la CIA utilizaron una fuente alterna de financiamiento siguiendo el ejemplo dejado por los servicios especiales franceses: el tráfico de opio y heroína.

Las calles de Europa y Estados Unidos se llenaron de estas dro­gas, y con el dinero de su venta se hicieron las acciones clandes­tinas del terror. Continuaron siendo moda cuando el presidente Nixon, que apoyaba la agresión a Vietnam, declaró hipócritamente la guerra al comercio internacional de heroína. La prensa le creyó e hizo creer.

II
Unos años después, el presidente Ronald Reagan consideró al narcotráfico como el enemigo princi­pal de la seguridad de su país y le declaró la guerra. La mediati­zación universal fue enorme y hacia Colombia se dirigieron casi todos reflectores de culpabilidad.

Acababa de triunfar la Revolución Sandinista en Nicaragua (julio de 1979), a la cual Reagan también declaró problema de seguridad nacional. Dos «guerras» que se cruzaron. 

A Colombia llegaron algunos «expertos», particularmente de la CIA y la DEA, con la pretendida tarea de ayudar a capturar traficantes y cargamentos de cocaína. Periodistas de todos los rincones del mundo desembarcaron, por cientos, en ocho años de la tal guerra reaganiana.

Mientras Nicaragua era rodeada por una fuerza mercenaria que se conocería como la Contra, la que entrababa a Nicaragua para sembrar el terror entre la población civil. Esta había sido creada en la Casa Blanca. Como el Congreso se negó a que se financiaran sus necesidades militares, Reagan dis­puso que se hiciera como fuera. George Bush padre, vicepresidente y «zar» antidrogas y antiterrorismo, se puso al frente de ello.

En 1986 una Comisión del Senado, encabezada por quien es hoy el Secretario de Estado, John Kerry, dejó en claro que Bush y el Consejo Nacional de Seguridad formaron una sociedad entre la CIA y los «coqueros» colombianos. Salía la droga desde Colom­bia hasta Centroamérica y luego se transportaba hasta aeropuer­tos militares en la Florida. Puesta en la calle, sus ganancias servían para armar a la Contra. A los colombianos se les permitía entrar sus cargamentos y adquirir armas.

Se puede afirmar que sin la guerra sucia antisandinista ese grupo de colombianos, que hasta esos momentos dependía de los grandes traficantes estadounidenses, no hubiera logrado tener tanto poder en tan poco tiempo.

III

Coincidencialmente, el paramilitarismo como estrategia nacional contrainsurgente nació en Colombia apenas iniciando la década de los ochenta. Su embrión habían sido las «auto­defensas». Estas fueron organizadas a partir de lo aconsejado en 1962 por una misión militar estadounidense, como método para acabar con grupos de campesinos liberales y comunistas que exi­gían pan y tierra. Faltaban dos años para que nacieran las guerri­llas, pero el fantasma de la Revolución Cubana rondaba y había que acabarlo.

El paramilitarismo fue encargado de las acciones de guerra sucia para que las Fuerzas Armadas no aparecieran tan implicadas en ella, y entidades como Amnistía Internacional o la ONU no siguieran señalándolas como responsables. El dinero para subvencionarlo no fue un problema porque estaba al alcance de la mano: el narcotráfico.

La gruesa cortina de humo que ayudó a levantar la casi totali­dad de medios informativos en el mundo distorsionó la realidad: no se combatió al narcotráfico, porque éste era un aliado para la guerra al “comunismo”.

En Colombia los paramilitares se convirtieron en parte esenciales del terrorismo de Estado, ese que no combate a las guerrillas pero sí asesina a todo aquel que se opone o critica el statu quo , o es conside­rado apoyo de las guerrillas. Especialmente vaciaron de campesinos las regiones ricas en recursos estratégicos y se apoderaron de ellas, o las entregaron a caciques políticos, militares, gamonales y trasnacionales. Ha existido una violenta reforma agraria al revés. En treinta años son casi un millón de asesinados y desaparecidos a base de horribles matanzas, y seis millones de desplazados. Y casi nadie lo sabe. Es una barbarie, como pocas en la historia de la humanidad, la que han cometido los narco-paramilitares, planificada desde las altas instancias del poder político, económico y militar. En Bogotá y Washington.

Washington y Bogotá han sabido que sin el narco-paramilita­rismo la guerrilla estuviera a las puertas del poder.

Desde hace unos veinte años el paramilitarismo es el máximo «cártel» productor y exportador de cocaína del mundo. De vez en cuando quitan del camino a capos que ya estorban por mala imagen, o a los narcos que no responden a los intereses. Y de esto hacen una sensacional noticia para mostrar que se está en guerra contra la droga.

IV

Pablo Escobar cayó en desgracia ante los estadounidenses cuando se negó a continuar la entrega de cocaína para la Contra; además empezó a exigir a la élite colombiana el poder político que merecía su poder económico. Lo hicieron el peor de los peores, cuando la realidad rápidamente demostró que eran otros narcos los podero­sos y peores asesinos.

Se narra que el general Oscar Naranjo lo buscó hasta matarlo. Y sí: fueron sus hombres quienes lo persiguieron y lo acorralaron, muy en particular un grupo, ese no pertenecía a la policía, ni a las Fuerzas Armadas, ni a la CIA o la DEA: eran narcotraficantes. Viejos aliados en la conformación del terrorismo de Estado. Con ellos, Naranjo, la CIA y la DEA planificaban cada paso de la cace­ría. Hasta que los capos llamaron al general, a la presidencia de la República, a la CIA y la DEA para contarles que habían matado a Escobar. Así Naranjo fue promovido a héroe. Después, él mismo negoció con ellos su entrega a bajo precio. Y el general quedó como si hubiera acabado con los cárteles de la droga. Luego Estados Unidos le dio el título de «mejor policía del mundo», sin mencionar que él respondía más a la CIA y la DEA que al presidente colombiano. Ni que era uno de los responsables de la estrategia de terror que se impuso al pueblo colombiano.

V

Retirados, el general Naranjo y muchos otros policías y militares fueron contratados en varios países para aprovechar su «vasta» experiencia. Siempre bajo la falsa bandera que todo puede y per­mite: luchar contra bandas del crimen organizado, en particular narcotraficantes.

Pocos cuestionaron la real capacidad de estos «expertos», pues cualquiera puede constatar que el narcotráfico y el narco- paramili­tarismo en Colombia han llegado a tener un crecimiento y poder no antes conocidos. Casi nadie levantó la voz para decir que la policía y las Fuerzas Armadas colombianas están catalogadas como de las más corruptas, represivas y sanguinarias del mundo por la Comisión de Derechos Humanos de la ONU.

En junio de 2012 Naranjo fue contratado en México, por suge­rencia o presión de Washington. También fueron llegando otros oficiales colombianos para encargarse de formar a 7 000 policías.

¿Simple casualidad? Cuando se dio la masacre de los estudian­tes en Ayotzinapa ya se estaba denunciando el surgimiento de policías comunitarias, autodefensas y paramilitares. Se da en ellas una mezcla de civiles, fuerzas del orden y narcotraficantes… muy al estilo colombiano.

¿Simple casualidad? La atroz forma en que se asesinó y des­apareció a los estudiantes ha sido típica del narco- paramilitarismo colombiano.

Se sabe que la situación de pobreza está convirtiendo a México en una olla a presión con el hueco tapado. Y los narcos son aliados estratégicos para tratar de contener la explosión social por medio del terror.

México y Washington repiten que están en guerra contra los narcotraficantes mexicanos. Aunque ese discurso se repite desde los años de las guerras del sudeste asiático, en especial por Washington, parece que siempre surte efecto como cortina de humo…

Hernando Calvo Ospina. Periodista y escritor. Colaborador de Le Monde diplomatique.

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