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miércoles, 25 de septiembre de 2013

El uso militar en seguridad pública lo auspicia el Comando Sur



Estados Unidos quiere transformar nuestros ejércitos nacionales en fuerzas de policía


Página12

La confusión entre tareas policiales y militares comenzó en Colombia, siguió en México y en Centroamérica. La fomenta Estados Unidos, que suministra entrenamiento, en forma directa o a través de Colombia, siempre advirtiendo que es por excepción mientras mejora la capacitación policial. Un saldo devastador: ineficiencia para controlar el delito y graves violaciones a los derechos humanos. Un mal resultado electoral previo en México o una elección próxima en El Salvador, como motivación política.
El presidente salvadoreño Mauricio Funes extendió por otro año el despliegue de tropas del Ejército para apoyar a la policía en tareas de seguridad contra el delito y lo amplió de 19 a 29 zonas del país, citando las encuestas que reflejan “el impacto positivo de la presencia militar en las calles”. En junio de 2014 habrá elecciones presidenciales allí.
El periodista Funes, quien llegó al gobierno en 2009 postulado por el partido del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional, explicó que se trataba de una medida excepcional. Lo mismo dijo hace un año el entonces jefe del Pentágono, Leon Panetta, durante la Décima Conferencia de Ministros de Defensa de las Américas que sesionó en Punta del Este, donde expuso la nueva “Política de Defensa para el Hemisferio Occidental”. Panetta dijo que algunos países que se sienten desbordados por “la difusión del narcotráfico y otras formas de tráficos ilícitos, pandillas y terrorismo” recurren a las Fuerzas Armadas para realizar tareas que competen a las fuerzas policiales civiles. Aunque ésta “no puede ser una solución a largo plazo”, por el momento el Pentágono está dispuesto a cooperar para fortalecer “la capacidad de las autoridades civiles y las fuerzas del orden de los países amigos”. Panetta no fijó plazos para la vigencia de esta excepción.
Haz lo que yo digo
En El Salvador, las Fuerzas Armadas realizan patrullajes conjuntos con la policía y ocupan posiciones en 62 “puntos ciegos” de la frontera, por los que “se filtra todo tipo de mercancía ilegal, contrabando, drogas, tráfico de personas e infinidad de negocios ilegales”, según explicó Funes. Además, decidió estacionar soldados en las instituciones penales más peligrosas, donde recientes motines provocaron la muerte de dos reclusos y heridas a otros 25. También en Venezuela, 3.000 soldados participan en tareas policiales en aquellos barrios de Caracas que tienen tasas más elevadas de criminalidad. En un discurso pronunciado en la Academia Militar de Fuerte Tiuna, el presidente Nicolás Maduro dijo que la inseguridad era el mayor problema del país.
El patrullaje militar de las calles se extenderá luego al resto de Venezuela, cuya tasa anual de homicidios es de 54 por cada 100.000 habitantes, según datos oficiales que organizaciones no gubernamentales elevan a 73 por 100.000. Una de esas organizaciones, PROVEA, alegó que las Fuerzas Armadas no están preparadas para la aplicación de la ley en la lucha contra el delito. Ya en 2007, un funcionario que visitó Colombia junto con el entonces jefe del Pentágono, Robert Gates, dijo a la agencia Reuters que si bien en las últimas décadas se pensó que las Fuerzas Armadas deberían alejarse de las funciones policiales, tal como ocurre en Estados Unidos, algunos países latinoamericanos carecen de fuerzas policiales aptas, y llevaría años mejorarlas y convencer a la población de que hacen falta fuerzas policiales más poderosas.
Si bien la ley Posse Comitatus prohíbe desde 1878 el empleo de tropas militares en asuntos de seguridad dentro de los Estados Unidos, ésta es una de las escasas doctrinas sobre la democracia cuya exportación carece de prioridad política. Por el contrario, el Pentágono y su Comando Sur propician tal actuación y la interoperabilidad entre policías y militares latinoamericanos.
En su trabajo “La transformación del Estado de Seguridad: de hacer la guerra a luchar contra el delito”, los académicos Peter Andreas y Richard Price sostienen que en la globalización esa frontera se ha hecho borrosa y que los intereses de seguridad del Estado se definen ahora más en términos “de disuadir evasiones de la ley que invasiones militares”. Esto va más allá de la teoría. En enero de 2012 el Comando Sur dio comienzo a la Operación Martillo, que incluye a tropas del Ejército, la Guardia Costera, y las policías, en las costas centroamericanas del Pacífico y el Caribe, con barcos, aviones, soldados, marineros y policías de los países participantes. La intervención estadounidense es coordinada por la Fuerza de tarea conjunta interinstitucional-Sur, con sede en Key West, Florida, que integran militares y civiles, de las Fuerzas Armadas y organismos de seguridad estadounidenses, como el FBI, la Aduana y la DEA, todos a órdenes del Comando Sur.
A ellos se agregan organismos militares y de seguridad de países de Latinoamérica, el Caribe y Europa. En 2010 la revista Diálogo, que edita el Comando Sur, sostuvo que “los oficiales de enlace de Argentina, Brasil, Chile, Colombia, República Dominicana, Ecuador, El Salvador, Francia, México, los Países Bajos, Perú, España y el Reino Unido ayudan a combatir el tráfico ilícito en un complejo proceso de cuatro etapas que consiste en detección, monitoreo, intercepción y detención” (http://www.dialogo-americas.com /es/articles/rmisa/features/viewpoint/2010/10/01/feature-02).
Esto fue antes del incidente por el avión militar estadounidense que intentó ingresar a Ezeiza un cargamento no declarado de armas de guerra, equipos de comunicación encriptada, programas informáticos y drogas narcóticas y estupefacientes. La semana pasada se anunció que la fragata misilística USS Rentz, en la que embarcó personal policial de la Guardia Costera, confiscó un cargamento de cocaína valuado en 8 millones de dólares, que era transportado por un pesquero al norte de las Islas Galápagos, donde la 4ª Flota realizaba “Operaciones contra el Crimen Transnacional Organizado”.
Militares para compensar
Además de su Estrategia Nacional de Control de Drogas, el gobierno estadounidense sostiene cuatro programas regionales en América Latina: la Iniciativa Mérida, en México; la Asociación de Seguridad Ciudadana en Centroamérica; la Iniciativa de Seguridad de la Cuenca del Caribe y la Iniciativa estadounidense-colombiana de Desarrollo Estratégico. El programa centroamericano contiene metas que no guardan relación con las misiones militares tradicionales, como garantizar la seguridad en las calles, interceptar delincuentes y cargas de contrabando, establecer una efectiva presencia del Estado en comunidades en riesgo y fomentar la coordinación y cooperación entre países contra amenazas a la seguridad.
México es el país donde más profundo fue el compromiso militar en el enfrentamiento con los carteles de la droga. Esa decisión fue adoptada en el primer año de su gobierno por el ex presidente Felipe Calderón, quien buscó compensar así la débil legitimidad política provocada por su estrecha victoria electoral en 2006 y las denuncias de fraude de la oposición.
El fracaso de su estrategia se mide en la asombrosa equivalencia numérica entre los 45.000 soldados que desplegó, los 44.000 que desertaron y las 48.000 personas asesinadas durante su sexenio presidencial, pero también en la falta de mejoras significativas en la cantidad de drogas que salen de sus fronteras en dirección a los Estados Unidos. Un balance devastador de esa experiencia puede encontrarse en el informe publicado por Human Rights Watch, “Ni seguridad, ni derechos: ejecuciones, desapariciones y tortura”, según el cual miembros de las fuerzas de seguridad habrían participado en más de 170 casos de tortura, 39 desapariciones y 24 ejecuciones extrajudiciales, por los cuales no hubo un solo condenado.
Los propios militares dicen en su descargo que no están preparados para ese tipo de lucha y además se quejan por la ausencia de un marco jurídico que asegure la legalidad de sus actos y los ponga a salvo de reproches penales, que, según temen, caerán sobre ellos y no sobre los políticos que les ordenaron hacerlo. No es mejor el record investigativo sobre los crímenes cometidos por el narcotráfico: la justicia sólo condenó a 22 personas. En cambio, muchos funcionarios judiciales participaron en las violaciones de derechos humanos, incluyendo jueces que dan por válidas confesiones obtenidas bajo tortura en bases militares y peritos médicos que omiten o minimizan las lesiones de los detenidos. La corrupción carcomió a las Fuerzas Armadas. Media docena de generales fueron detenidos por sus nexos con el narcotráfico, y estalló una guerra de acusaciones entre distintos bandos militares, que se señalan unos a otros como cómplices de los carteles.
A modo de advertencia, la revista mexicana Emeequis tradujo un informe publicado en el New York Times por el profesor de psiquiatría Richard Friedman sobre el efecto sobre los soldados estadounidenses de las operaciones especiales en que participan, con abuso de drogas y más muertos por suicidio que en combate. El sucesor de Calderón, Enrique Peña Nieto, prometió revisar la estrategia y crear una Gendarmería de 40.000 efectivos para ir reemplazando en forma gradual a las Fuerzas Armadas. Pero una vez en el gobierno redujo la dimensión de esa nueva fuerza a sólo 5.000 hombres, y demoró el prometido regreso de los militares a sus tareas específicas. No obstante, arguye que las muertes violentas se redujeron un 20 por ciento, aunque las técnicas de cuenta de cadáveres que se aplican no garantizan la exactitud de ningún cómputo.
Tropas de elite
En la Operación Martillo, las fuerzas de Estados Unidos participan junto con los siete países centroamericanos, más Canadá, Colombia, Francia, Holanda, España y Gran Bretaña. Pero en su informe anual al Congreso, el jefe del Comando Sur, general de Infantería de Marina John Kelly, anunció recortes presupuestarios que reducirían su efectividad. Esta escasez de recursos ha influido para que Estados Unidos se incline por un mecanismo de presencia e influencia a bajo costo.
La DEA y el Departamento de Estado capacitan tropas de elite de esos países, pero luego reciben apoyo desde bases construidas por el Pentágono en Guatemala, Honduras, Nicaragua y Panamá. El año pasado, tropas estadounidenses y fuerzas especiales hondureñas realizaron cinco acciones conjuntas de interdicción. En tres de ellas se produjeron tiroteos en los que fueron asesinados ciudadanos que no tenían actividad alguna relacionada con las drogas, entre ellos un chico de 14 años y dos mujeres, una de ellas embarazada, que navegaban en una lancha taxi cerca del pueblo de Ahuas. En otro episodio fue abatido el piloto de un avión derribado cuando hizo “un gesto amenazante”. En un tercer caso, la Fuerza Aérea Hondureña derribó dos aviones que según los norteamericanos eran sospechosos de tráfico de drogas, y todos sus ocupantes murieron.
En Guatemala, un contingente de 171 marines estadounidenses tripularon el año pasado 250 vuelos de “detección y monitoreo”, según la propia información de la Marina. Como los militares de Estados Unidos sólo pueden usar las armas si son atacados, identifican personas y embarcaciones sospechosas sobre el litoral y los ríos de Guatemala y dejan a las fuerzas guatemaltecas las confiscaciones y arrestos. En octubre del año pasado, mientras la delegación de Guatemala llegaba a Punta del Este, donde apoyó el empleo militar en cuestiones ajenas a la Defensa, las Fuerzas Armadas ejemplificaron qué ocurre cuando los militares con sus armas letales se vuelcan a las tareas policiales, al matar a seis campesinos y desaparecer a otros que protestaban contra las altas tarifas de luz.
Falsos positivos
Pese a los recortes que a partir de 2010 han disminuido la denominada asistencia estadounidense de seguridad, y aun cuando esta tendencia declinante alcanzó también a Colombia, ese país aún es el principal receptor regional en 2013, con 279 millones de dólares, seguido por México, con 154. Esto no reduce el involucramiento estadounidense con las fuerzas armadas y policiales en América Latina, aunque cambia su naturaleza.
Las organizaciones estadounidenses especializadas en el monitoreo advierten que se está haciendo más ágil y flexible, pero aún menos transparente, con acento en aviones no tripulados, por ahora sólo para vigilancia, pero con la promesa de asesinatos selectivos en una próxima etapa; ataques cibernéticos y fuerzas de Operaciones Especiales.
Las fuerzas especiales que se están retirando de Irak y Afganistán podrán volcarse a tareas de entrenamiento, asesoría, operaciones sobre aspectos civiles y recopilación de datos e información confidencial en América Latina. Esas misiones permiten que “se familiaricen con el terreno, la cultura y los oficiales clave en países donde algún día podrían operar. Y que el personal de los Estados Unidos reúna información confidencial sobre sus países anfitriones”, sostiene un estudio conjunto de tres organizaciones que monitorean las actividades estadounidenses en el exterior (WOLA, Oficina de Washington para Latinoamérica; Latin America Working Group y el Center for International Policy)
Ese documento, titulado “Hora de Escuchar: Tendencias en Asistencia de Seguridad de los EE.UU. hacia América Latina y el Caribe”, cita un informe reciente del diario Washington Post según el cual la Agencia de Inteligencia para la Defensa, DIA, espera duplicar el número de efectivos clandestinos que envía por todo el mundo. También se incrementará el uso de aviones no tripulados y la robótica. Colombia, presentada por el general Kelly como el modelo exitoso de intervención militar en asuntos de seguridad, se ha convertido en el delegado de Estados Unidos para la capacitación de militares y policías de los demás países de la región.
Desde 2005 ha entrenado a más de 13.000 personas provenientes de 40 países. La aceleración de este proceso es vertiginosa: 9.000 de ellas han recibido el entrenamiento entre 2010 y 2012, según información oficial del ministerio colombiano de Defensa. El informe colombiano enumera los países que enviaron a sus oficiales militares y policiales a capacitarse: México encabeza la lista de América del Norte, con 2543 hombres; Panamá (2491) y Honduras (1008) la de Centroamérica; Ecuador (974), Perú (592), Brasil (153) y la Argentina (139) la de Sudamérica.
Los Lanceros colombianos suministran en la base de Tolemaida el tipo de entrenamiento para fuerzas especiales que antes brindaban los Rangers estadounidenses. Entre los asistentes hasta ahora no se registran argentinos. La experiencia colombiana en operaciones contra el crimen organizado, interdicción de drogas y esfuerzos para arrestar a capos de la droga es tan indudable como las 4.715 ejecuciones extrajudiciales que le atribuye a su fuerza pública el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, casos conocidos como “falsos positivos”.
En la misma cuenta pesan las acciones ilegales de vigilancia contra organizaciones y activistas nacionales e internacionales de derechos humanos, periodistas, jueces y miembros de partidos de oposición realizadas por el Departamento Administrativo de Seguridad (DAS), la oficina presidencial de inteligencia. “Resulta problemático que las fuerzas armadas colombianas, las cuales han estado involucradas en una guerra de medio siglo de duración, y que han actuado en lugar de una fuerza policial en muchas áreas del país, se desempeñen como entrenadores para fuerzas de seguridad en América Central y en otros países que están experimentando la violencia relacionada a las drogas, pero no se encuentran en una situación de conflicto armado.
De hecho, algunos de estos gobiernos han tratado de limitar el papel de sus fuerzas armadas después de los conflictos que tuvieron lugar en la década de 1980, y ahora están revirtiendo esta situación.” Además, el entrenamiento impartido por oficiales estadounidenses suele detallarse en los anuales del Departamento de Estado, cosa que rara vez ocurre con el trabajo de los entrenadores colombianos financiados por los Estados Unidos, lo cual plantea un tema crítico de transparencia. “La subcontratación de entrenamiento a cargo de oficiales colombianos, sin contar con reportes suficientes sobre estas actividades, hace imposible asegurar que las unidades y las personas que imparten y reciben entrenamiento están libres de acusaciones de abusos”, sostiene el informe.
* Publicado en Página 12 de Argentina

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